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Adolphe Marlaud, un ser disminuido por la amargura quieta de cien miltristuras, vive en un apartamento con vistas, al cementerio, en elextrarradio más costroso de la insignificancia. Dedica sus días y susnoches a intimar con sus más próximos: los muertos, las sombras y lacutrez más escarmentada por la vida y sus ilusiones. En los ratos enque no está catatónico, opositando a la nada, trabaja a tiempo parcial en la tienda de la funeraria, alimentando de pompa y cara decircunstancias el duelo fingido de los hombres, esas alimañasfloridas. Su Vidorra, sin embargo, no sería la misma sin la presenciaviscosa de Madame C., la portera de su edificio, una gigantona a laque está sometido -él, una miniatura sin ínfulas-, y estragado,entregado, con el servilismo ciego de un renegado de la vida, a todotipo de cochinería y oprobio lúbrico y tétrico. Entre el alientofétido de los muertos y la vileza hortera de los vivos, la únicasalida parece ser una noche cerrada de par en par.