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Ébano no es un libro más sobre África: es un fresco inmenso desdeÁfrica. Para escribirlo Kapuciski no visitó el continente: se mudó aél, y esa mudanza le cambió para siempre. A las orillas de los caminos de tierra roja se fijó en todo lo que un «enviado especial» pasa poralto: las prisas de la descolonización atropellada, la marchaincesante y con lo puesto del gentío, los retablos profundamentehumanos que una y otra vez se arman y desarman en las cunetas de laHistoria.Sus crónicas a pie de calle y carretera se empaparon de ese feelingprofundo del continente que olemos y casi palpamos al leerlas: laimpresión simultánea de movimiento perpetuo y de permanencia nómada,esa convivencia de lo efímero y lo ancestral que cuestiona valores que en Occidente creemos sólidos como la roca.Ébano pasaba de mano en mano entre la pequeña colonia de expatriadosde Malabo, en Guinea Ecuatorial, donde a los veintipocos viví ytrabajé como profesor. Nunca se me olvidó la irritación de Kapuciskiante quienes al regresar a sus países «presumían de haber vivido enÁfrica, a la cual no habían visto en absoluto». Me impresionó tantocomo el reproche que me hizo un alumno: «Los blancos siempre venís aexplicarnos cómo somos», o cómo la advertencia de un viejo misionero:«África trata mal a quien viene huyendo.» Kapuciski nunca cayó enninguna de esas torpezas, y por eso Ébano sigue siendo un bosquejocabal, sereno y acertado de todo un continente. Javier MontesIlustración de cubierta Núria Solsona